Recibo la triste noticia de la muerte en México de Enrique de Rivas. Inevitablemente, cuando una persona entrañable se va, tendemos a rememorar momentos compartidos: fiestas, cenas, conversaciones… y, en este caso, una impagable y extensa carta de cinco folios. Otra de las que tuvimos la enorme satisfacción de recibir con entusiasmo en una escuela rural de la provincia de Valencia en respuesta a la que los niños le enviaron a Enrique (como, asimismo, ocurrió, entre otras, con la de Antonio Cabrera que se puede leer en este blog aquí).
Esta fue la primera información que los niños tuvieron sobre Enrique:
Enrique de Rivas
Nació en Madrid en 1.931, pero en
Es sobrino de Manuel Azaña, el que fue Presidente de
El padre de Enrique fue el dramaturgo Cipriano de Rivas
Cheríf, que trabajó en el teatro, entre muchos otros, con Federico García
Lorca.
Enrique es como un príncipe encantado y tiene un castillo en Valladolid.
Paula, Jovi y Sergio eligieron a este corresponsal dispuestos
a indagar sobre “ESTE Y OTROS MUNDOS”: este, el que les es familiar, próximo o
cotidiano y otros, a veces sorpresivos, a veces inimaginables y siempre
nutritivos.
La respuesta –manuscrita-, de Enrique no se hizo
esperar, de hecho fue de las primeras que recibimos.
In memoriam, allá donde esté de nuevo viajando ahora, transcribo aquí buena parte de su misiva:
Roma, 5 de abril de 2005
Queridos amiguitos Paula, Jovi y Sergio:
¡Qué sorpresa recibir vuestra carta! Me ha dado mucho
gusto y contento. Paso en seguida a contestar vuestras preguntas. La primera es
por qué tuve que abandonar España. Pues bien, pasó que cuando yo tenía de cinco
a ocho años, el cielo se cubrió de nubes negras y empezaron a caer unas cosas
que explotaban y hacían mucho daño. Se llamaban bombas. De lejos se oían
también como estallidos que eran los cañones que lanzaban obuses. Todo el mundo
parecía muy enfadado o de muy mal humor. Eso se llamaba la guerra. Todo era muy
complicado, y hasta jugar en la calle era peligroso. Yo tenía dos hermanos. Un día
nos llevaron a Ginebra, en Suiza, a un colegio en medio de un parque muy
bonito. Había también un lago. Mis amigos eran chinos y suizos. Luego nació
una hermanita. Como no entendíamos lo que decía porque era un bebé, pensamos
que hablaba chino. Pero nuestros amiguitos chinos nos dijeron que tampoco
hablaba chino. ¿Qué tontos éramos, verdad? Luego nos fuimos a Francia, primero
a un campo muy bonito en las faldas de una montaña. Teníamos un perro llamado “Dick”
al que queríamos mucho. Y nos divertíamos con otros amiguitos, que eran hijos
del guardián del paso a nivel del tren. También íbamos al matadero porque nos
fascinaba ver a los animales, ovejas, cabras, vacas.
Después fuimos, también en Francia, a la costa del Atlántico. Ahí teníamos la playa y el mar, que estaban muy cerca de nuestra casa. Y para entonces hablaba yo (y mis hermanos) muy bien francés. Íbamos a la escuela pública. En aquella época, en la escuela pública francesa castigaban mucho.
…donde nos embarcamos. Fuimos luego a Orán, en Argelia, y Casablanca, en Marruecos. De ahí cruzamos el Atlántico. Tardamos un mes en llegar a la isla de La Martinica, en el trópico. El barco estaba lleno de gente. Comíamos galletas sin sal e hígado. Pero como mi mamá tenía provisión de latas de leche condensada para mi hermanita que tenía solo cuatro años, a escondidas le sustraíamos latas de leche. Pero también nos distraíamos jugando y hablando con los marineros.
En La Martinica estuvimos un mes. Había un gran volcán
llamado “El monte pelado” que fue famoso porque hace un siglo eruptó y destruyó
la pequeña ciudad de San Pedro. Vimos la lava que había quedado y un museo muy
interesante.
Luego ya nos fuimos a otra isla, Sto Domingo; y de ahí
a Nueva York: los rascacielos altísimos nos encantaban. (…)
(…) Luego ya fuimos a México. Llegamos a Veracruz, que era muy alegre. Pero llovía mucho porque en verano en el trópico caen grandes chaparrones. Luego fuimos a la Ciudad de México que está muy alta en la montaña… Allí empezamos una nueva vida, con muchos amigos españoles como nosotros y otros amigos mexicanos.
Me preguntáis cómo empecé a escribir. Pues fue así: mi mamá, cuando yo tenía vuestra edad, me dio la idea de que escribiera un diario, es decir, que pusiera por escrito todo lo que yo había hecho durante el día. Yo escribía en francés, porque nunca había ido al colegio en español. Pero me gustaba más pintar acuarelas. Luego, en el colegio empecé a escribir poesías cuando tenía 12 años, y eso se hizo costumbre. (…) Publiqué mi primer libro a los 18 años, se llamaba Primeros poemas.
Más tarde estudié en la Universidad de Puerto Rico y en California (…) Aprendí inglés y otras cosas. También sabía italiano, que aprendí en México. Algo aprendí de alemán, pero casi me he olvidado. Es muy bueno aprender idiomas cuando se tiene menos de quince años, porque así no se olvida. También aprendí algo de árabe, pero mucho más tarde, y lo sigo aprendiendo, aunque creo que lo que conviene hoy es aprender chino.
Me preguntáis que si os recomiendo un sitio donde vivir
de los que conozco. Yo recuerdo una ciudad con grandes avenidas de árboles,
unas plazas con iglesias muy bonitas, y sobre todo, por toda la ciudad pasa
como una gran cintura verde, como un parque que no acaba nunca. Hace muchos
años por ahí pasaba un río llamado Turia. La ciudad se llama… ¡Valencia! (…)
(…) Lo importante de los viajes es tener siempre un
lugar agradable a donde volver, y no hay mejor lugar donde volver que aquel en
el que uno tiene los pies firmes sobre la tierra.
(…)
Os envío a cada uno un afectuoso saludo.
Vuestro amigo
Enrique de Rivas
Enrique fue uno de los pocos corresponsales en este proyecto que tuvieron la iniciativa de invitar a los niños a seguir escribiéndole; lo hizo primero desde Roma, les envió también su dirección de México, les hizo llegar tarjetas postales y recuerdos de Italia y México. Sus pequeños amigos estaban entusiasmados, los grandes también.
Buen viaje, Enrique.
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