Corría el año 2005 y, en una peculiar escuela rural cuyo alumnado cursaba de 3º a 6º de Primaria, iniciamos un proyecto. Fuimos a desembocar en él cayendo por la madriguera de Alicia dispuestos a conocer ESTE Y OTROS MUNDOS.
En un momento del proceso, decidimos iniciar una correspondencia con GENTES DE(L) MUNDO. Pequeños grupos de niños/as de diversas edades enviaron sus cartas a personas del mundo de la literatura, la danza, las artes plásticas, también a editores, azafatas de vuelo, cuentistas...
La inmensa mayoría de nuestros corresponsales respondió, y lo hizo con una seriedad, entrega y dedicación dignas del mayor agradecimiento por su interés y respeto hacia los niños.
En su carta dirigida a Antonio, "el poeta-ornitólogo", los niños le enviaban palabras como estas:
(...) Estamos trabajando para conocer este y otros mundos, por eso te escribimos, para que nos cuentes cómo entraste en la madriguera de la poesía (...) Sabemos que, además, también te interesan los pájaros. ¿Qué encuentras entre el mundo de la poesía y el de las aves? (...)
Al poco tiempo recibimos respuesta de Antonio: un voluminoso sobre contenía la extensa carta, una postal con la imagen de una cigüeña, y un par de artículos suyos publicados en prensa: "El ruiseñor, tal como es" y "Las golondrinas".
Transcribo aquí su carta completa:
La
Vall D’Uixó, 8 de mayo de 2005
Queridos
Ana, Juan, Paco y Damián:
Lo primero que quiero hacer es agradeceros
de todo corazón que hayáis pensado en mí, que me hayáis supuesto capaz de
contaros algo de ese mundo en el Mundo que son los pájaros. Me pedís una cosa
muy complicada aunque no lo parezca: nada menos que os explique una cosa –mi
interés por las aves y la poesía-, que yo mismo no termino de saber explicarme.
Voy a intentarlo.
Todo empezó, como suele suceder con algunas
cosas importantes que nos hacen ser quienes somos, cuando yo era un niño. Vivía
entonces (hasta los siete años) en un pueblo de la provincia de Cádiz, donde
nací, que se llamaba Medina Sidonia. Como muchos otros pueblos de Andalucía,
Medina está situado sobre un cerro que domina una tierra muy extensa de colinas
onduladas. Hay muy poca agricultura, pero la ganadería (toros bravos en su
mayoría) es muy importante. Esto hace que el campo esté poco trabajado y se
mantenga en un estado, digamos, semisalvaje. Un terreno ideal para los pájaros
y otros animales. Así que mi pueblo –y más en los años sesenta- era muy rico en
bichos de toda clase, y los niños de entonces (sin televisión ni Play Station)
los teníamos como juguetes accesibles. Jugar con insectos, ranas y lagartos era
pan de cada día. Yo, además, tenía hermanos mayores capaces de subirse a
árboles y tejados, de saquear nidos de gorriones, de estorninos y de
cernícalos. Esto, por aquellos años, cuando aún no estaba de moda el ecologismo,
nos parecía la cosa más normal del mundo y nadie se escandalizaba ni nadie nos
reñía. Mis hermanos me proveían, por tanto, de crías que yo intentaba alimentar
con escaso éxito, la verdad. Por otra parte, mi madre tenía un gallinero al que
yo acudía con ella para recoger la puesta diaria y llevarles de comer a las
gallinas. Asistí muchas veces al nacimiento de los pollitos y jugué con ellos
hasta hartarme. Mi madre, por si fuera poco, era también una experta atrapando
toda clase de pájaros que encontraba en el gallinero, y me los entregaba para
que me entretuviera con ellos. Pero entonces descubrí algo que luego ha sido
decisivo en el hecho de que nunca hayan dejado de interesarme las aves: me di
cuenta de que había una enorme diferencia entre ver un pájaro a distancia y
verlo de cerca, en las manos. Y es que están llenos de detalles que si uno
puede ver ya no se olvidan. El plumaje del vientre y los costados de la perdiz,
por ejemplo. O el de un jilguero, lleno de amarillo-azufre; y el de la abubilla,
con su cresta de fuego; y el del abejaruco, que es un arcoíris. A los seis años
yo conocía las garras del cernícalo, con las que atrapa saltamontes; y el
babero color negro azabache del gorrión macho; y el pico del alcaudón,
ganchudo, perfecto para ensartar escarabajos en las espinas de las zarzas, que
es un comportamiento suyo muy habitual.
En fin, que conocer la diversidad tan grande
de colores, formas y conductas de los pájaros, y desde tan niño, ha dejado en
mí una marca imborrable. Y una cosa más: el gusto por ellos lleva unido el
gusto por el campo, por los espacios abiertos, y por la vegetación, que tanto
tiene que ver con las aves. Yo, que conozco un poquito Alborache, sé que tenéis
la fortuna de vivir muy cerca del monte y rodeados de pájaros. Aprovechadlo.
Bueno, continúo la historia. Cuando mis
padres se vinieron a vivir a Valencia, y yo con ellos, claro, nos instalamos
por suerte en un barrio que entonces estaba en las afueras de la capital y que
se llama Monteolivete. Allí empezaba la huerta. Mi segunda infancia transcurrió
casi como la primera, también al aire libre, jugando entre acequias y huertos,
justo donde ahora está la Ciudad de las Ciencias y de las Artes. El caso es que
seguí relacionándome con los pájaros, pero cada vez más procurando observarlos
sin hacerles daño. Yo creo que la serie televisiva que entonces dirigía Félix
Rodríguez de la Fuente (un naturalista español muy famoso) fue lo que me
inculcó el deseo de saber más cosas de los animales en general y de las aves en
particular. Fue entonces cuando me enteré de que muchas especies estaban en
peligro y cosas así. Por aquellos años (entre los 8 y los 14 más o menos) yo
quería ser zoólogo.
No lo fui. Acabé haciéndome profesor de
Filosofía y escritor. Algo muy diferente a primera vista. Sin embargo me he
dado cuenta después de que no tanto, porque el mundo de las aves y el apego al
campo pude incorporarlos a lo que escribía de un modo natural y provechoso.
Saber mirar lo que está ahí afuera, observar con detenimiento y ser sensible a
las cosas hermosas, todo eso, tan útil para escribir poesía, si lo tengo es
gracias en gran medida a mi interés por la Ornitología, que es la ciencia que
estudia a las aves. Empieza uno mirando algo que vuela y se acaba mirando el
escenario donde eso vuela. Un bando de palomas me lleva a fijarme en el cielo
azul (siempre distinto) y en la luz de la tarde, por ejemplo.
Para ser poeta hay que saber mirar un poco
más allá de las apariencias. Mirar pájaros y estudiarlos le enseña a uno a ver
lo que no se ve a primera vista, y se descubren cosas emocionantes donde
parecía que no había sino un simple animal asustado o molesto. Fijaos bien en
una golondrina cuando entra en el nido o cuando pasa raseando el suelo cerca de
vosotros. Fijaos en los colores (que no son negro y blanco nada más: de hecho
la golondrina es más azul que negra), fijaos en la velocidad y en el contorno,
y quizá descubráis que vale la pena porque notáis una sensación, un cosquilleo
en el pensamiento, una cosa agradable que se llama BELLEZA.
El poeta es un individuo empeñado más que
otros en experimentar o sentir ese cosquilleo. Las aves con sus formas, sus
cantos, sus colores y sus costumbres me parece que son una fuente continua de
belleza, de belleza que suele pasar desapercibida y que cuando uno la capta
produce una sorpresa incomparable que incita a seguir buscándola.
No sé si he respondido a vuestras preguntas
de un modo claro. ¡Eran muy difíciles! En cualquier caso, el mundo de la poesía
ha encontrado en los pájaros, desde muy antiguo, un motivo fértil para la
inspiración. Ahora bien, la poesía es un mundo más amplio que el de las aves,
tan amplio, tan amplio, que equivale al Mundo todo, porque el Mundo, cualquier
cosa que esté en él, puede ser objeto del interés de la poesía.
Me despido ya. He intentado hacer una letra
legible, pero soy un desastre. Perdonadme. Espero que lo que os he contado
tenga alguna utilidad para vosotros. Ha sido un verdadero placer escribiros. Os
mando besos a porrillo y os pido que os paréis de vez en cuando a mirar a esos
bichos voladores y piadores que nos alegran la vista y la vida. Vuestro y a
vuestra disposición
En su último libro publicado, "Gracias, distancia", Antonio incluía estos aforismos:
Poema: foco que no alumbra todo aquello que alcanza.
Al celebrar el mundo, la poesía no hace más que estar en sí misma.
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