A
lo largo de los meses, lecturas aparentemente dispares que venían deshilvanadas
e intercaladas entre otras en un caprichoso fluir, sin intención previa
alguna, se me han ido hilvanando en torno a “lo salvaje”. Es decir, lo
“indómito”, lo “no domesticado”.
Y, una vez más, me inquieta comprobar cómo la humanidad “civilizada” avanzamos,
siglo tras siglo, alejándonos de la esencia natural de las cosas. Lo hacemos a
golpe de inmediatez y de doma. Una ortopédica doma de la naturaleza que incluye la de la
propia humanidad.
Y
concluyo que este proceso se arraiga, básicamente, en una pulsión de desconfianza hacia el fluir natural de las
cosas, abrigada esta por el miedo a
la inseguridad.
La
única seguridad que el ser humano ha tenido desde que el mundo es mundo es su
finitud. La muerte. No existe más seguridad que esa desde que nacemos. El resto
son elucubraciones, devenires “indómitos” de los que la propia naturaleza de
las cosas se ocupa.
Destacaré
solo tres de esas lecturas que se me han ido hilvanando.
La
primera fue No duermas, hay serpientes, un libro de Daniel L. Everett en el
que cuenta sus experiencias durante varias décadas de convivencia con los
pirahas, pueblo originario del Amazonas brasileño que habita a orillas del río
Maici.
Everett
-lingüista y misionero-, convivió con los pirahas con dos pretensiones:
aprender su lengua -empresa que se había resistido a todo el que anteriormente
lo había intentado-; y traducir el evangelio para atraer a los pirahas a su fe.
En
la medida en que iba lentamente logrando
su primer objetivo, fue tomando conciencia del absurdo y la absoluta
imposibilidad del segundo.
La
peculiarísima lengua de los pirahas (en la que no entraremos aquí en detalles)
responde, como todo el resto de su modus vivendi, al hecho de que para este
pueblo solo tiene valor la experiencia inmediata. Todo es presente continuo o
pasado o futuro muy inmediato. Y si refieren algo ya ocurrido, solo lo hacen si
han sido testigos directos de ello. Reconocen la muerte cuando la tienen
delante y no le oponen resistencia alguna.
A
pesar de los mil peligros para la supervivencia en los que viven inmersos entre
la selva y el río, los pirahas son pacientes, tolerantes, alegres, juegan y se
ríen de todo con una frecuencia insólita. No necesitan jefes ni leyes. Y en
piraha no existe ninguna palabra que signifique “preocupación”.
Desde
el momento en que –a los 3 ó 4 años-, los niños son destetados, se consideran
miembros de la comunidad iguales a los demás. No hay prohibiciones que se apliquen
específicamente a los niños. Todos deciden por sí mismos lo que hacen, nadie
alecciona o sanciona a los pequeños porque no existe un concepto coercitivo de
“educación”. Tampoco existe una jerga infantil para dirigirse a los niños. Los
integrantes más jóvenes de la comunidad, al igual que los adultos, asumen
riesgos y responsabilidades de la forma más natural contribuyendo y
participando de todo.
Todo
el mundo es responsable de la comunidad a la vez que es atendido por ella.
La
segunda de las lecturas fue Jugar de André Stern (Ver enlace La familia Stern y el juego de aprender).
En
esta obra el autor reivindica –como el título indica-, el juego como algo que
es mejor tomarse en serio; pues se trata de un dispositivo de aprendizaje
inigualable e innato. Sin rival a la hora de alcanzar todas las competencias
para el desarrollo humano.
Y
toda la reflexión que André propone se centra en una actitud que es el pilar
maestro de su discurso: la confianza
en el niño y en sus disposiciones espontáneas naturales, donde no hay
distinción entre jugar,
sentir, aprender y vivir.
Todo
está relacionado, cada partícula tiene su razón de ser y dependemos, no solo
los unos de los otros, sino también de un gran todo. Sin embargo, vivimos en un mundo en el que todo está cada vez
más compartimentado e inconexo. En el que desconfiamos del pulso natural de las
cosas y antes, siquiera, de pensar en dejarlas fluir, ya las estamos
domesticando para que entren con calzador en los ortopédicos moldes que les
hemos prefabricado. Así, también, domamos la infancia; encajándola en nuestros
moldes contra-natura.
Destaco
con especial interés unas palabras finales de la última página de este libro:
“No
habrá paz en la tierra hasta que no estemos en paz con la infancia.”
La
tercera lectura es La expedición de la Kon-Tiki.
El
noruego Thor Heyerdahl, etnólogo e investigador impulsor de esta experiencia, narra
en su libro -de forma apasionante-, todo el proceso de la expedición desde su
planteamiento hasta el final de la misma.
Habiendo
descubierto que los predecesores de los incas y los antiguos habitantes de
ciertas islas de la Polinesia adoraban a un mismo dios solar llamado Kon-Tiki,
Heyerdahl dedujo que los primeros pobladores de las islas del Pacífico fueron
americanos de los tiempos preincaicos.
Otros
investigadores objetaron que en aquella remota época, los aborígenes peruanos
solo disponían de balsas con las que era imposible cruzar el Pacífico.
Para
demostrar la exactitud de su hipótesis, Heyerdahl hizo construir una balsa fiel
imitación a los modelos antiguos y, en compañía de cinco camaradas y un loro,
la llevó a feliz término.
A
lo largo del relato, resulta asombroso descubrir cómo el conocimiento y la
confianza en la sabiduría ancestral de aquellos primeros navegantes, así como
su respeto y comunión con el comportamiento de la naturaleza, se alían
permitiendo a los expedicionarios llevar a fin su empresa.
Navegando
durante meses sobre una pequeña balsa de troncos en mitad de la inmensidad del Pacífico,
“en una oscuridad sin fin e ininterrumpida bajo un enjambre de estrellas”,
Heyerdahl concluye:
“Que
fuera el año 1947 antes o después de Cristo, pronto careció de significado
alguno. Vivíamos y nos sentíamos vivir con vigilante intensidad. Nos dábamos
cuenta de que, para los hombres anteriores a la época de la técnica, la vida
había sido también plena e intensa; en realidad, más llena y más rica en muchos
aspectos que la vida del hombre moderno. En cierta forma, el tiempo y la
evolución habían cesado de existir; todo lo que hoy era real e importante, lo
había sido antes y seguiría siéndolo después. Estábamos sumergidos en la
absoluta medida común de la historia”.
Querámoslo
o no, "lo indómito" está ahí desde que el mundo existe; y escapa a nuestras mil
estrategias “civilizadoras” de doma a lomos de ciencias, tecnologías,
metodologías y mercantilismos. Ignorarlo significa ignorarnos.
La
flor en el asfalto nos lo recuerda como una metáfora burlona de la naturaleza.
El
intento de Everett de evangelización (otra suerte de doma) de los pirahas, se
convierte en un chiste cuando se conoce su experiencia. Él mismo concluyó que
llevarles el mensaje de Dios a los pirahas es como llevar hielo a los
esquimales.
La
doma homogeneizante y mercantilista de la infancia y la juventud en nuestras
sociedades es, más que una broma (incluso de mal gusto), un deplorable
derrotero. No hay tiempo, no hay paciencia para la espera y, sobre todo, no hay confianza en
las disposiciones naturales del ser humano, en esas que "pertenecen a la absoluta medida común de la historia", como señala Heyerdahl.
La
evidencia de que la balsa Kon-Tiki fuera capaz de llegar desde las costas del
Perú a la Polinesia siguiendo estrictamente las pautas y conocimientos de una remota civilización preincaica, da mucho que pensar sobre nuestra prepotencia, nuestras prisas, desprecio y desconfianza hacia la naturaleza del mundo y de
nuestra propia especie.
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