3/10/18

DE LO INDÓMITO




A lo largo de los meses, lecturas aparentemente dispares que venían deshilvanadas e intercaladas entre otras en un caprichoso fluir, sin intención previa alguna, se me han ido hilvanando en torno a “lo salvaje”. Es decir, lo “indómito”, lo “no domesticado”.
Y, una vez más, me inquieta comprobar cómo la humanidad “civilizada” avanzamos, siglo tras siglo, alejándonos de la esencia natural de las cosas. Lo hacemos a golpe de inmediatez y de doma. Una ortopédica doma de la naturaleza que incluye la de la propia humanidad.

Y concluyo que este proceso se arraiga, básicamente, en una pulsión de desconfianza hacia el fluir natural de las cosas, abrigada esta por el miedo a la inseguridad.
La única seguridad que el ser humano ha tenido desde que el mundo es mundo es su finitud. La muerte. No existe más seguridad que esa desde que nacemos. El resto son elucubraciones, devenires “indómitos” de los que la propia naturaleza de las cosas se ocupa.

Destacaré solo tres de esas lecturas que se me han ido hilvanando.
La primera fue No duermas, hay serpientes, un libro de Daniel L. Everett en el que cuenta sus experiencias durante varias décadas de convivencia con los pirahas, pueblo originario del Amazonas brasileño que habita a orillas del río Maici.



Everett -lingüista y misionero-, convivió con los pirahas con dos pretensiones: aprender su lengua -empresa que se había resistido a todo el que anteriormente lo había intentado-; y traducir el evangelio para atraer a los pirahas a su fe.
En la medida en que iba lentamente logrando su primer objetivo, fue tomando conciencia del absurdo y la absoluta imposibilidad del segundo.
La peculiarísima lengua de los pirahas (en la que no entraremos aquí en detalles) responde, como todo el resto de su modus vivendi, al hecho de que para este pueblo solo tiene valor la experiencia inmediata. Todo es presente continuo o pasado o futuro muy inmediato. Y si refieren algo ya ocurrido, solo lo hacen si han sido testigos directos de ello. Reconocen la muerte cuando la tienen delante y no le oponen resistencia alguna.
A pesar de los mil peligros para la supervivencia en los que viven inmersos entre la selva y el río, los pirahas son pacientes, tolerantes, alegres, juegan y se ríen de todo con una frecuencia insólita. No necesitan jefes ni leyes. Y en piraha no existe ninguna palabra que signifique “preocupación”.



Desde el momento en que –a los 3 ó 4 años-, los niños son destetados, se consideran miembros de la comunidad iguales a los demás. No hay prohibiciones que se apliquen específicamente a los niños. Todos deciden por sí mismos lo que hacen, nadie alecciona o sanciona a los pequeños porque no existe un concepto coercitivo de “educación”. Tampoco existe una jerga infantil para dirigirse a los niños. Los integrantes más jóvenes de la comunidad, al igual que los adultos, asumen riesgos y responsabilidades de la forma más natural contribuyendo y participando de todo.
Todo el mundo es responsable de la comunidad a la vez que es atendido por ella.


La segunda de las lecturas fue Jugar de André Stern (Ver enlace La familia Stern y el juego de aprender).
En esta obra el autor reivindica –como el título indica-, el juego como algo que es mejor tomarse en serio; pues se trata de un dispositivo de aprendizaje inigualable e innato. Sin rival a la hora de alcanzar todas las competencias para el desarrollo humano.
Y toda la reflexión que André propone se centra en una actitud que es el pilar maestro de su discurso: la confianza en el niño y en sus disposiciones espontáneas naturales, donde no hay distinción entre jugar, sentir, aprender y vivir.
Todo está relacionado, cada partícula tiene su razón de ser y dependemos, no solo los unos de los otros, sino también de un gran todo. Sin embargo, vivimos en un mundo en el que todo está cada vez más compartimentado e inconexo. En el que desconfiamos del pulso natural de las cosas y antes, siquiera, de pensar en dejarlas fluir, ya las estamos domesticando para que entren con calzador en los ortopédicos moldes que les hemos prefabricado. Así, también, domamos la infancia; encajándola en nuestros moldes contra-natura.

Destaco con especial interés unas palabras finales de la última página de este libro:
“No habrá paz en la tierra hasta que no estemos en paz con la infancia.”


La tercera lectura es La expedición de la Kon-Tiki.


El noruego Thor Heyerdahl, etnólogo e investigador impulsor de esta experiencia, narra en su libro -de forma apasionante-, todo el proceso de la expedición desde su planteamiento hasta el final de la misma.

Habiendo descubierto que los predecesores de los incas y los antiguos habitantes de ciertas islas de la Polinesia adoraban a un mismo dios solar llamado Kon-Tiki, Heyerdahl dedujo que los primeros pobladores de las islas del Pacífico fueron americanos de los tiempos preincaicos.
Otros investigadores objetaron que en aquella remota época, los aborígenes peruanos solo disponían de balsas con las que era imposible cruzar el Pacífico.
Para demostrar la exactitud de su hipótesis, Heyerdahl hizo construir una balsa fiel imitación a los modelos antiguos y, en compañía de cinco camaradas y un loro, la llevó a feliz término.

A lo largo del relato, resulta asombroso descubrir cómo el conocimiento y la confianza en la sabiduría ancestral de aquellos primeros navegantes, así como su respeto y comunión con el comportamiento de la naturaleza, se alían permitiendo a los expedicionarios llevar a fin su empresa.






Navegando durante meses sobre una pequeña balsa de troncos en mitad de la inmensidad del Pacífico, “en una oscuridad sin fin e ininterrumpida bajo un enjambre de estrellas”, Heyerdahl concluye:

“Que fuera el año 1947 antes o después de Cristo, pronto careció de significado alguno. Vivíamos y nos sentíamos vivir con vigilante intensidad. Nos dábamos cuenta de que, para los hombres anteriores a la época de la técnica, la vida había sido también plena e intensa; en realidad, más llena y más rica en muchos aspectos que la vida del hombre moderno. En cierta forma, el tiempo y la evolución habían cesado de existir; todo lo que hoy era real e importante, lo había sido antes y seguiría siéndolo después. Estábamos sumergidos en la absoluta medida común de la historia”.


Querámoslo o no, "lo indómito" está ahí desde que el mundo existe; y escapa a nuestras mil estrategias “civilizadoras” de doma a lomos de ciencias, tecnologías, metodologías y mercantilismos. Ignorarlo significa ignorarnos.

La flor en el asfalto nos lo recuerda como una metáfora burlona de la naturaleza.

El intento de Everett de evangelización (otra suerte de doma) de los pirahas, se convierte en un chiste cuando se conoce su experiencia. Él mismo concluyó que llevarles el mensaje de Dios a los pirahas es como llevar hielo a los esquimales.

La doma homogeneizante y mercantilista de la infancia y la juventud en nuestras sociedades es, más que una broma (incluso de mal gusto), un deplorable derrotero. No hay tiempo, no hay paciencia para la espera y, sobre todo, no hay confianza en las disposiciones naturales del ser humano, en esas que "pertenecen a la absoluta medida común de la historia", como señala Heyerdahl.

La evidencia de que la balsa Kon-Tiki fuera capaz de llegar desde las costas del Perú a la Polinesia siguiendo estrictamente las pautas y conocimientos de una remota civilización preincaica, da mucho que pensar sobre nuestra prepotencia, nuestras prisas, desprecio y desconfianza hacia la naturaleza del mundo y de nuestra propia especie.

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