Que
la nueva amenaza de la ley de educación española es, cuando menos, muy
preocupante (básicamente en la Escuela Pública), me temo que ya pocos lo ponen
en duda. Pero hay un grave peligro añadido que corre el riesgo de quedar oculto
tras la muy justificada indignación.
Saben
aquél que dice que entra en un bar un tipo jorobado, tuerto, manco y renqueando.
Pide una copa de coñac, se la toma de una atacada y exclama:
-
¡Joer, qué cuerpo más malo me ha puesto esto!
A
lo que el camarero responde: - ¡Oiga, que lo hemos visto entrar, eh, que lo
hemos visto entrar!
Pues
eso, no vayamos a olvidar entre tanto atropello evangelizador y evaluador que
al sistema educativo lo habíamos visto
entrar. De lo contrario, la devastación sería aún mayor.
Recapitulemos:
antes, mucho antes de la amenaza arrasadora que se nos está anunciando, la
educación estaba (y está) evidenciando carencias y pidiendo a gritos muchos
cambios. Porque continuamos teniendo una escuela que obedece más a parámetros
del siglo XIX que a los del XXI. Una escuela en la que siguen arraigados
compartimentos estancos e inconexos de toda índole, que es escasamente
cooperativa y menos aún, creativa. Una escuela en la que hay mucho que
desaprender para volver a aprender. Y sería todavía más dramático que esta
conciencia que ya venía movilizando inquietudes, quedara velada tras el nuevo
estallido de indignación.
Alzar la voz contra la nueva ley, desgasta, cabrea, resulta incómodo, indigna…, pero
no es difícil (independientemente de que se consiga o no frenar); lo difícil
sigue siendo ejercer el sano ejercicio de la duda, repensar la escuela cada día, cada hora, desde dentro y… desde
fuera, porque fuera de los muros de las escuelas también hay escuela.
Los
nuevos acontecimientos, desde luego, nos están poniendo a muchos muy mal cuerpo, no es para menos, pero
no permitamos, además, que cubran con cortina de humo las necesidades de reforma que ya habíamos visto entrar.
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