Hace unos años impartí un curso a profesores en un municipio de la sierra de Jaén. El segundo día llamó poderosamente mi atención un maestro que no tardó en invitarme a visitar su escuela unitaria. Se encontraba en una aldea de la sierra envuelta en silencio. Llegué al edificio amplio, luminoso y aparentemente desierto; abrí la puerta principal y tras ella estaba, a modo de portera, un esqueleto de esta guisa:
Localicé "el" aula-escuela (todo en uno) y entré. El Maestro José Ramón tenía seis alumnos y dos intrusos; los primeros de 4,8 y 10 años; los intrusos no habían cumplido los 3, pero se escapaban de casa para colarse en la admirada y admirable escuela.
Él me presentó ante los niños diciendo con su peculiar acento andaluz: "Ésta sabe mucho, es la maestra del maestro".
Presidía el aula un gran móvil del que colgaban desde adornos navideños, hasta un chupete (bien abajo, para poderlo chupar), pasando por algún viejo CD. Disponían de un surtido de libros de texto de todas las épocas y niveles que los niños utilizaban habilmente para sus consultas. Distribuídas por la clase, estaban las "Máquinas Pedagógicas del Maestro Jose Ramón".
Cada niño se afanaba sin prisas en su trabajo; a veces descansaban y comían algo, charlaban un poco, consultaban, volvían al trabajo o preguntaban curiosidades. También hicimos juntos un cuento.
- Ana Belén - dijo el Maestro José Ramón -, enséñale a mi maestra en el ordenador ese reportaje que nos hicieron. - Y dirigiéndose a mí - Es que ellos son muy listos, a mí no me necesitan casi, yo no sé manejar los ordenadores esos ni me interesa. Ellos se enseñan unos a otros y, en última instancia, recurren a mí. La llave de la escuela la tienen ellos, yo vengo después, que vivo aquí al lado; pero ellos, ¡hasta en vacaciones vienen! Sólo quieren estar aquí.
La intrusa más chiquitita irrumpió en el aula, se emparró a una banqueta, agarró un martillo y se puso a hacer sus experimentos de carpintería.
- Se dio un golpe una vez
-me explicaba el Maestro-
pero no te preocupes que
ya no se da más.
De pronto se dirigió a los niños: - Chiquillos, hoy habéis trabajado mucho, ¿no estási cansados? ¿Por qué no vamos a enseñarle el pueblo a mi maestra?
Dicho y hecho. Una niña salió corriendo a pedir las llaves de la ermita para mostrármela. De allí seguimos por el campo como las cabras. "No se caen nunca", me explicaba el Maestro José Ramón.
Hace unos meses regresé, algunos niños eran los mismos más grandes, otros eran nuevos, pero fue alentador comprobar que todo seguía igual en la más hermosa escuela de cuantas he conocido.
1 comentario:
Analisa, impresionante testimonio¡¡¡ Un abrazo
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