Hoy es el
aniversario del nacimiento de Hans Christian Andersen (2.04.1805) y, como todos
los años, en conmemoración, se celebra en esta fecha el Día Internacional del
Libro Infantil y Juvenil.
A Andersen se le recuerda
principalmente por sus cuentos, sobre todo por aquellos que más se han popularizado –y también se han manipulado y edulcorado-, por considerarlos especialmente apropiados
para la infancia. No obstante, tiene también alguno más del gusto adulto, como
esa joyita titulada La
sombra (enlace).
Sus cuentos se han
divulgado tanto, que se tiende a confundirlos con aquellos anónimos de la
tradición oral como los recopilados o transformados por escrito por Charles
Perrault o los hermanos Grimm.
Han sido muchos los
que han visto autorretratado a Andersen en uno de sus más populares cuentos: El Patito Feo. Aunque Ana Mª Matute –gran
admiradora del autor danés-, prefería denominarlo “Ala de cisne” en alusión a ese otro cuento
suyo en el que la joven Elisa, padeciendo terribles dolores en sus manos y con
la promesa de permanecer muda mientras durase su labor, recolecta ortigas entre
las tumbas del cementerio y, convirtiéndolas en lino, teje once camisas para
liberar a sus once hermanos del hechizo que los ha convertido en cisnes. Pero a
la última camisa, la del hermano menor, no le da tiempo de terminarle de tejer
una manga…
Aseguraba Matute: “Por
el mundo vamos muchas personas con un ala de cisne”. Y defendía que solo
Andersen y Peter Pan fueron niños que no crecieron jamás.
La mayoría de los
cuentos de Andersen –los originales, no los refritos-, son, como su vida,
dolorosos, con frecuencia desgarradores y tristes: La Sirenita (poco que ver con la versión dulcificada de Disney), La cerillera, El abeto, Los zapatos rojos,
El intrépido soldadito de plomo, El cofre volador… y tantos otros, no
tienen lo que se podrían llamar finales felices, están más bien tintados de una
poética melancolía llena de pérdidas y añoranzas.
Siempre me llamó la
atención la frecuencia con la que muchos personajes de Andersen padecen de
atroces sufrimientos en las extremidades, especialmente en los pies.
Hans Christian
Andersen -hijo de una lavandera y de un inquieto y soñador joven zapatero que
murió cuando su hijo tenía 11 años-, pasó su infancia en la más absoluta pobreza.
Era larguirucho, desgarbado, tímido, y también sensible, imaginativo, lector,
curioso, viajero y decidido.
A los catorce años,
partió en busca de fortuna a Copenhague, donde aspiraba a convertirse en cantante,
actor, bailarín o poeta. Todo ello fracasó, sin embargo, consiguió la
protección de personas adineradas que le apoyaron para que continuara los estudios
abandonados en la infancia.
Su empeño por
triunfar en la esfera cultural adulta continuó fracasando, sin embargo, su
inesperado éxito y reconocimiento tuvo lugar en un ámbito al que él no se había
propuesto aspirar: el de la infancia. Con la aparición de sus cuentos, se obró
la metamorfosis del patito feo… o de ese hombre al que siempre le quedó un ala
de cisne y que nunca dejó de ser un niño.
Inspirándose en tradiciones
populares y narraciones mitológicas, Andersen llegaría a escribir cerca de 200
cuentos.
Su vida amorosa
también tuvo un trasfondo amargo y de deserción; como se filtra en muchos de
sus cuentos, sus amores fueron diríase que imposibles o -más pronto que tarde-,
rechazados; ya se tratara de mujeres o de hombres.
Como en ese muy
peculiar cuento suyo de El cuello de
camisa, por más que este intenta enamorar desde a una liga hasta a un peine
o a una plancha, todos lo rechazan y el pobre cuello, lleno de culpas, acaba
convertido en un harapo para fabricar papel… en el que escribir cuentos.
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