28/10/18

VIDAS Y MUERTES DEL MONSTRUO Y EL VAMPIRO



No importa si aquí el mortecino otoño sigue muriendo o si en otro extremo del planeta despierta la primavera. La vida y la muerte se convocan en noviembre. Los muertos cobran vida, los vivos cobran muerte y se generan monstruos e híbridos propios de Victor Frankenstein.

Se aproxima también a su muerte el año 2018 en el que se han cumplido dos siglos de la primera edición de Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley.
Primera adaptación al cine de Frankenstein (J. Searle Dawley / 1910)




Relecturas, lecturas e indagaciones sobre esta obra, su contexto, sus antecedentes y sus secuelas, me atrapan en una inmensa telaraña de hilos que entretejen vida y muerte, espacio y tiempo, realidades y ficciones y, parafraseando a Borges, “algo que ciertamente no se nombra con la palabra azar”.

Hace poco más de dos siglos, hubo un verano que se murió antes de nacer; fue frío, tormentoso, lluvioso y oscuro.
A mediados de 1815, en Indonesia, en una pequeña isla del mar de Bali, entró en violenta erupción el volcán Tambora. El fenómeno no solo acabó con la vida de decenas de miles de personas, también mató el verano de 1816 en todo el hemisferio norte del planeta.
El pintor inglés J.M.William Turner lo reflejó en algunas de sus pinturas.


Aquel verano sin verano, se reunieron en Suiza cinco jóvenes en una villa a orillas del lago Lemán de Ginebra: Villa Diodati.


Se sabe que en el siglo anterior aquellas mismas paredes albergaron a destacadas figuras como J.J. Rousseau o Voltaire. En esta ocasión, Villa Diodati había sido alquilada por el poeta inglés Lord Byron, que llevó consigo al joven Doctor John William Polidori como su médico personal y pareja del momento. Mantenían ambos una relación un tanto tormentosa dominada por Byron, que se solía referir a él como “el pobre Polidori”.

Polidori / Byron

Allí, el reconocido poeta romántico comenzó a recibir insistentes misivas de una admiradora empeñada en reunirse con él. Se trataba de la adolescente de 17 años Claire Clairmont, hermanastra de Mary Wollstonecraft -apenas un año mayor que Claire-, que poco después se convertiría en Mary Shelley.

Claire Clairmont
Ellas, junto al también poeta Percy Bysshe Shelley, ya pareja de Mary, y William, el segundo bebé de ambos, pronto acudieron a Villa Diodati invitados por Byron.

Perrcy Shelly / Mary Wollstonecraft

Reunidos los cinco jóvenes entre tormentas bajo el siniestro verano muerto, conversaron junto al fuego sobre los poderes que habitan en las entrañas de la tierra, sobre Benjamin Franklin y la electricidad, las ciencias emergentes, los macabros experimentos del Doctor Dippel en su castillo de Frankenstein, los secretos de la vida y de la muerte…

Polidori llevaba consigo un libro de historias alemanas de fantasmas (Phantasmagoriana) que leyeron junto al fuego de la chimenea alimentando inquietudes y miedos. Fue entonces cuando Byron propuso que cada uno de los presentes intentara escribir una historia de fantasmas.
Fruto de aquel reto, se gestaron los embriones de dos novelas que dejarían huella en la historia de la literatura (y también del cine).
Polidori perfiló el argumento del que sería su relato El Vampiro.
Mary, el de la obra que se publicaría dos años más tarde bajo el título de Frankenstein o el moderno Prometeo.

Y aquí comienza el intrincado enredo de hilos entrelazados de forma que “ciertamente no sé si nombra la palabra azar”.
Referiré sólo los más directamente relacionados con Polidori y Mary:

El vampiro del relato de Polidori es Lord Ruthven. Todo apunta a que se trata de un reflejo (valga la contradicción tratándose de vampiros) del propio Lord Byron, cuya relación con su joven médico parecía ser un tanto vampírica con ciertos rasgos perversos y vejatorios.
El Vampiro fue la semilla que influyó en numerosas obras posteriores en torno a este tema, incluida Drácula de Bram Stoker.
Cuando la obra de Polidori, ya terminada, se publicó con exitosa acogida en 1819, se atribuyó su autoría al propio “vampiro”, es decir, a Lord Byron.

Posteriormente este asunto quedó aclarado, sin embargo en 1921, a la edad de 25 años, Polidori se suicidó. Pero ¿cómo lo hizo?:

Volvamos por un momento al Doctor Konrad Dippel (1673-1734).
Este teólogo, químico y alquimista nació en el castillo de Frankenstein (Dramstadt, Alemania). En él experimentó con la alquimia y la anatomía, lo que generó toda una leyenda en torno a sus prácticas con intención de dar vida a materias inanimadas o a transferir el alma de un cadáver a otro.

Castillo de Frankenstein


Dichas leyendas llegaron hasta Jacob Grimm, uno de los dos hermanos que recopilaron los conocidos relatos de la tradición oral alemana. Este, a su vez, confió dichas leyendas a su traductora inglesa Mary Jane Clairmont, que no era otra que la madre de Claire y madrastra de Mary. Así debieron llegar a sus oídos las leyendas sobre Dippel influyendo en la obra que Mary engendró en Villa Diodati.
Pero el Doctor Dippel del castillo de Frankenstein, por lo que realmente se dio a conocer en la historia fue por inventar el ácido prúsico o ácido cianhídrico; la azulada sustancia altamente venenosa con la que Polidori se suicidó.

Solo décadas más tarde sería restituida la dignidad de Polidori.
Su hermana menor, Frances Mary, y su marido Gabriele Rossetti, tuvieron cuatro hijos: Maria Francesca, Dante Gabriel, Christina Georgina y William Michael Rossetti. Todos ellos dedicados a la pintura, poesía, filosofía, traducción…
Los hermanos Rossetti  pusieron empeño en recuperar y reivindicar la memoria de Polidori; especialmente William M., quien publicó su diario y dignificó la figura de su tío.
Existen varias hermosas fotografías en blanco y negro de los hermanos y su madre junto a la baranda de una mansión inglesa en la segunda mitad del siglo XIX. Y, ¡oh maravilla!, ¿quién hizo esas fotografías? Pues… el Reverendo Charles Ludwig Dodgson, es decir, Lewis Carroll, el autor de Alicia en el País de las Maravillas.



En cuanto a la obra de Mary Shelley, como es sabido, es una historia preñada de muertes desgarradoras precisamente en el entorno del monstruoso doctor que da vida a su monstruosa criatura.
Y es que la existencia de Mary giró siempre en torno a la idea de la proximidad entre la vida y la muerte, entre el amor y su ausencia. Fue así antes, durante y después de concebir su mítica novela.

Mary era la única hija de William Godwin -político y escritor británico considerado de los más importantes precursores del pensamiento anarquista-, y de Mary Wollstonecraft –filósofa y escritora inglesa que estableció las bases del feminismo moderno-. Esta aportó al matrimonio con Godwin a su hija Fanny, fruto de una relación anterior; y murió a consecuencia del parto apenas unos días después de dar a luz a la criatura que llevaría el mismo nombre de la madre muerta.
El monstruo de Mary, como ella, no tuvo madre. Y la madre de Victor Frankenstein muere en un parto.
El Sr. Godwin se casó de nuevo pocos años más tarde con la traductora Mary Jane Vial Clairmont, madre de Claire. De este modo, Mary se crió con su padre, una medio-hermana (Fanny), una hermanastra (Claire) y una madrastra con la que tuvo tormentosas relaciones.

El adorado poeta de Mary, Percy Shelley, había sido abandonado por su mujer cuando comenzó el romance entre ellos. La pareja Shelley tuvo cuatro hijos. Todos, excepto el último, Percy Florence, murieron entre los 0 y 3 años de vida. La primera niña ya había fallecido antes del encuentro de Villa Diodati y, muy poco más tarde, Fanny, la medio-hermana de Mary, se suicidó.
Posteriormente, además de Polidori, también se suicidarían la primera mujer de Percy Shelley (Harriet) y la de Byron (Annabella), que lo había dejado por la escandalosa relación del Lord con su propia hermana Augusta (¿Cómo la de Victor Frankenstein con Elisabeth?).

Claire Clairmont y Byron tuvieron una hija, Allegra, concebida a raíz del encuentro en Villa Diodati que acabó en desastroso matrimonio. Tras ser acogida por unos y otros a lo largo de su corta vida, Allegra murió de tifus a los 5 años.
Dos meses después sobrevendría la muerte de Percy. Y dos años más tarde, la de Byron, que se hizo enterrar junto a Allegra.

Parte de estos acontecimientos se fueron sucediendo mientras Mary escribía su primera versión definitiva de Frankenstein o el moderno Prometeo; compartiendo la historia con Shelley y contando constantemente con el apoyo del que ya era su marido además de reconocido poeta.
La obra se publicó en 1818 y se hizo anónimamente para evitar ataques por el nombre de su autora, su juventud y su sexo, con el fin de que la novela fuera valorada exclusivamente por sus méritos. Pero inmediatamente (como en el caso de Polidori), saltó la confusión con respecto a la autoría; se le atribuyó a Percy, que había escrito el prólogo. No obstante no tardaron en despejarse las dudas al respecto.

En 1822, Percy moría a los 29 años en un naufragio (ahogado, como su primera esposa, que fue hallada en el lago Serpentine de Londres).
Mary Shelley había terminado su novela con esta frase:
Pronto, las olas lo alejaron y se perdió en la oscuridad y en la distancia.

Diez días después del naufragio, transcurridos entre el terror y la esperanza, el cuerpo de Shelley fue hallado. Un libro de poemas de John Keats en su bolsillo facilitó la identificación.
Su amigo, el escritor Edward Trelawny –que a su muerte se haría enterrar en Roma junto a los restos de Percy-, se encargó de que el cuerpo de su amigo fuera quemado en una pira en la playa. Lo que él relato sobre la ceremonia, dejó cierta ¿leyenda? relativa al corazón de Percy. Supuestamente, tras haber resistido a la incineración, el propio Trelawny lo sacó de entre las llamas. Mary lo reclamó y dijo haberlo guardado envuelto en una página de Adonais, la elegía que Percy había escrito, un año antes, a la muerte de John Keats.

El funeral de Shelley (Louis Edward Fournier /1910)
Trelawny, que murió en 1881, pidió que se escribieran en su tumba, reservada junto a la de su amigo, los siguientes versos que Percy Shelley había escrito muchos años antes:
Estos son dos amigos cuyas vidas no estuvieron divididas.
Por lo tanto, permitan que su memoria continúe igual
bajo la tumba: no dejen que sus huesos sean separados
como no lo fueron sus dos corazones, que en sus vidas fueron uno solo.

Mary nació y vivió a la sombra de la muerte.
Tras la desaparición de Percy, continuó escribiendo y dedicó buena parte del resto de su existencia a la atención de Percy Florence Shelley, su único hijo vivo.

De aquellos cinco jóvenes que se encontraron en Villa Diodati poblando de fantasmas, monstruos y vampiros un verano que nunca llegó, los tres varones encontraron la muerte siendo aún jóvenes.
Mary falleció a los 53 años y, curiosamente, la más longeva (80  años) fue Claire Clairmont, la adolescente cuyo empeño por seducir al excéntrico Lord Byron provocó un volcánico encuentro de dimensiones monstruosas que sigue depositando cenizas a través de los siglos.


3/10/18

DE LO INDÓMITO




A lo largo de los meses, lecturas aparentemente dispares que venían deshilvanadas e intercaladas entre otras en un caprichoso fluir, sin intención previa alguna, se me han ido hilvanando en torno a “lo salvaje”. Es decir, lo “indómito”, lo “no domesticado”.
Y, una vez más, me inquieta comprobar cómo la humanidad “civilizada” avanzamos, siglo tras siglo, alejándonos de la esencia natural de las cosas. Lo hacemos a golpe de inmediatez y de doma. Una ortopédica doma de la naturaleza que incluye la de la propia humanidad.

Y concluyo que este proceso se arraiga, básicamente, en una pulsión de desconfianza hacia el fluir natural de las cosas, abrigada esta por el miedo a la inseguridad.
La única seguridad que el ser humano ha tenido desde que el mundo es mundo es su finitud. La muerte. No existe más seguridad que esa desde que nacemos. El resto son elucubraciones, devenires “indómitos” de los que la propia naturaleza de las cosas se ocupa.

Destacaré solo tres de esas lecturas que se me han ido hilvanando.
La primera fue No duermas, hay serpientes, un libro de Daniel L. Everett en el que cuenta sus experiencias durante varias décadas de convivencia con los pirahas, pueblo originario del Amazonas brasileño que habita a orillas del río Maici.



Everett -lingüista y misionero-, convivió con los pirahas con dos pretensiones: aprender su lengua -empresa que se había resistido a todo el que anteriormente lo había intentado-; y traducir el evangelio para atraer a los pirahas a su fe.
En la medida en que iba lentamente logrando su primer objetivo, fue tomando conciencia del absurdo y la absoluta imposibilidad del segundo.
La peculiarísima lengua de los pirahas (en la que no entraremos aquí en detalles) responde, como todo el resto de su modus vivendi, al hecho de que para este pueblo solo tiene valor la experiencia inmediata. Todo es presente continuo o pasado o futuro muy inmediato. Y si refieren algo ya ocurrido, solo lo hacen si han sido testigos directos de ello. Reconocen la muerte cuando la tienen delante y no le oponen resistencia alguna.
A pesar de los mil peligros para la supervivencia en los que viven inmersos entre la selva y el río, los pirahas son pacientes, tolerantes, alegres, juegan y se ríen de todo con una frecuencia insólita. No necesitan jefes ni leyes. Y en piraha no existe ninguna palabra que signifique “preocupación”.



Desde el momento en que –a los 3 ó 4 años-, los niños son destetados, se consideran miembros de la comunidad iguales a los demás. No hay prohibiciones que se apliquen específicamente a los niños. Todos deciden por sí mismos lo que hacen, nadie alecciona o sanciona a los pequeños porque no existe un concepto coercitivo de “educación”. Tampoco existe una jerga infantil para dirigirse a los niños. Los integrantes más jóvenes de la comunidad, al igual que los adultos, asumen riesgos y responsabilidades de la forma más natural contribuyendo y participando de todo.
Todo el mundo es responsable de la comunidad a la vez que es atendido por ella.


La segunda de las lecturas fue Jugar de André Stern (Ver enlace La familia Stern y el juego de aprender).
En esta obra el autor reivindica –como el título indica-, el juego como algo que es mejor tomarse en serio; pues se trata de un dispositivo de aprendizaje inigualable e innato. Sin rival a la hora de alcanzar todas las competencias para el desarrollo humano.
Y toda la reflexión que André propone se centra en una actitud que es el pilar maestro de su discurso: la confianza en el niño y en sus disposiciones espontáneas naturales, donde no hay distinción entre jugar, sentir, aprender y vivir.
Todo está relacionado, cada partícula tiene su razón de ser y dependemos, no solo los unos de los otros, sino también de un gran todo. Sin embargo, vivimos en un mundo en el que todo está cada vez más compartimentado e inconexo. En el que desconfiamos del pulso natural de las cosas y antes, siquiera, de pensar en dejarlas fluir, ya las estamos domesticando para que entren con calzador en los ortopédicos moldes que les hemos prefabricado. Así, también, domamos la infancia; encajándola en nuestros moldes contra-natura.

Destaco con especial interés unas palabras finales de la última página de este libro:
“No habrá paz en la tierra hasta que no estemos en paz con la infancia.”


La tercera lectura es La expedición de la Kon-Tiki.


El noruego Thor Heyerdahl, etnólogo e investigador impulsor de esta experiencia, narra en su libro -de forma apasionante-, todo el proceso de la expedición desde su planteamiento hasta el final de la misma.

Habiendo descubierto que los predecesores de los incas y los antiguos habitantes de ciertas islas de la Polinesia adoraban a un mismo dios solar llamado Kon-Tiki, Heyerdahl dedujo que los primeros pobladores de las islas del Pacífico fueron americanos de los tiempos preincaicos.
Otros investigadores objetaron que en aquella remota época, los aborígenes peruanos solo disponían de balsas con las que era imposible cruzar el Pacífico.
Para demostrar la exactitud de su hipótesis, Heyerdahl hizo construir una balsa fiel imitación a los modelos antiguos y, en compañía de cinco camaradas y un loro, la llevó a feliz término.

A lo largo del relato, resulta asombroso descubrir cómo el conocimiento y la confianza en la sabiduría ancestral de aquellos primeros navegantes, así como su respeto y comunión con el comportamiento de la naturaleza, se alían permitiendo a los expedicionarios llevar a fin su empresa.






Navegando durante meses sobre una pequeña balsa de troncos en mitad de la inmensidad del Pacífico, “en una oscuridad sin fin e ininterrumpida bajo un enjambre de estrellas”, Heyerdahl concluye:

“Que fuera el año 1947 antes o después de Cristo, pronto careció de significado alguno. Vivíamos y nos sentíamos vivir con vigilante intensidad. Nos dábamos cuenta de que, para los hombres anteriores a la época de la técnica, la vida había sido también plena e intensa; en realidad, más llena y más rica en muchos aspectos que la vida del hombre moderno. En cierta forma, el tiempo y la evolución habían cesado de existir; todo lo que hoy era real e importante, lo había sido antes y seguiría siéndolo después. Estábamos sumergidos en la absoluta medida común de la historia”.


Querámoslo o no, "lo indómito" está ahí desde que el mundo existe; y escapa a nuestras mil estrategias “civilizadoras” de doma a lomos de ciencias, tecnologías, metodologías y mercantilismos. Ignorarlo significa ignorarnos.

La flor en el asfalto nos lo recuerda como una metáfora burlona de la naturaleza.

El intento de Everett de evangelización (otra suerte de doma) de los pirahas, se convierte en un chiste cuando se conoce su experiencia. Él mismo concluyó que llevarles el mensaje de Dios a los pirahas es como llevar hielo a los esquimales.

La doma homogeneizante y mercantilista de la infancia y la juventud en nuestras sociedades es, más que una broma (incluso de mal gusto), un deplorable derrotero. No hay tiempo, no hay paciencia para la espera y, sobre todo, no hay confianza en las disposiciones naturales del ser humano, en esas que "pertenecen a la absoluta medida común de la historia", como señala Heyerdahl.

La evidencia de que la balsa Kon-Tiki fuera capaz de llegar desde las costas del Perú a la Polinesia siguiendo estrictamente las pautas y conocimientos de una remota civilización preincaica, da mucho que pensar sobre nuestra prepotencia, nuestras prisas, desprecio y desconfianza hacia la naturaleza del mundo y de nuestra propia especie.