Con este comienzo de curso y las reacciones despertadas en torno al coste de los materiales escolares, recordaba estos días la famosa frase de El Gatopardo (Giuseppe Tomasi):
"Algo debe cambiar para que todo siga igual".
Aparecen en las redes sociales constantes propuestas alternativas - sin duda, muy bienintencionadas -, ante la dificultad de muchas familias a la hora de adquirir los libros de texto. A saber: crear bancos de libros usados; piratearlos online; crear equipos docentes que elaboren nuevos libros de texto de libre consulta, también online... Es decir, boicot al libro de texto para seguir con el libro de texto.
Ante la inquietud que me producen los tímidos y generalizados "cambios", no se me ocurre mejor argumento que este artículo que escribí hace algún tiempo precedido por un breve texto de Platón.
Para quien quiera re-flexionar (y tenga la paciencia de leerlo)...
Para quien quiera re-flexionar (y tenga la paciencia de leerlo)...
“Theuth, dios egipcio, acudió a Thamus, rey de todo
Egipto, a presentarle sus descubrimientos; entre ellos estaban las letras. Así
hablaron el dios y el rey:
Dijo Theuth: - Este conocimiento, oh rey, hará más sabios
a los egipcios y más memoriosos, pues se ha inventado como un fármaco de la
memoria y de la sabiduría.
Pero él le dijo: - ¡Oh artificiosísimo Theuth! A unos les
es dado crear arte, a otros juzgar qué de daño o provecho aporta a los que
pretenden hacer uso de él. Y ahora tú, precisamente, padre que eres de las
letras, por apego a ellas, les atribuyes poderes contrarios a los que tienen.
Porque es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan, al
descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres
ajenos, no desde dentro, desde ellos
mismos y por sí mismos. No es, pues, un fármaco de la memoria lo que has
hallado, sino un simple recordatorio. Apariencia de sabiduría es lo que
proporcionas a tus alumnos, que no verdad. Porque habiendo oído muchas cosas
sin aprenderlas, parecerá que tienen muchos conocimientos, siendo, al
contrario, en la mayoría de los casos, totalmente ignorantes, y difíciles,
además, de tratar porque han acabado por convertirse en sabios aparentes en lugar
de sabios de verdad.”
Diálogos. Platón
PREFERIRÍA NO HACERLO
Leí
hace un tiempo Bartleby el escribiente,
el inquietante cuento de Herman Melville que la editorial Pre-Textos viene
reeditando desde el año 2000 seguido de tres breves ensayos de Gilles Deleuze,
Giorgio Agamben y José Luis Pardo respectivamente.
En
el ámbito de la educación en que me desenvuelvo, desde que leí el libro no ha
cesado de aparecérseme como un insistente fantasma la imagen de ese escribiente
de cuya boca no salía sino la fórmula “preferiría
no hacerlo”.
El
espectro de Bartleby se me aparece tanto en las aulas escolares en las que
frecuentemente intervengo, como en las sesiones formativas que comparto con
maestros o en los ecos que los medios de comunicación se hacen del actual
panorama educativo y sus fracasos.
Bartleby
el escribiente, es un copista al que un abogado contrata en su oficina de Wall
Street en el Nueva York del siglo XIX.
De
figura “pálidamente pulcra,
lamentablemente respetable, incurablemente solitaria”, el escribiente
realiza al principio un impecable y abundante trabajo. Sentado tras un biombo
ante una mesa pegada a la pared, dispone por todo paisaje de una ventana que da
a un mugriento muro de ladrillo. Allí escribe primorosamente las copias
manuscritas de documentos a demanda del abogado. Hasta que un día éste solicita
que le lea una copia para cotejarla con el original. Bartleby contesta: Preferiría no hacerlo (“I would prefer
not to”).
A
partir de ese momento, a cada requerimiento del abogado, el escribiente, con
total serenidad, sólo contestará esta fórmula; logrando llevar a su patrón a
situaciones de lo más insólito y desesperante.
Bartleby
acaba siendo detenido sin haber cometido más delito que pronunciar sosegadamente
una y mil veces la recalcitrante frase que deja desarmado a todo interlocutor.
Cuando,
tras la última página que clausura el ensayo de Pardo, cerré el libro, ya me
estaba acechando el fantasma de Bartleby.
Lo
vi multiplicándose, sentado en su mínimo “pupitre”, entre los muros de un aula
de Educación Infantil. Como una buena copia de sus compañeros, completaba
obedientemente la ficha – copia
idéntica de las de sus colegas –, que la maestra les había encomendado.
Lo
vi multiplicado haciendo “manualidades” en un aula cualquiera de Educación
Primaria donde, cada pequeño Bartleby se afanaba en seguir las instrucciones
del maestro o del libro de texto de (¡¿expresión?!)
Plástica para colorear la plantilla de una paloma de la paz idéntica a las de
los demás, componer las piezas de un muñequito idéntico al de los demás o
construir un llavero para el día del padre idéntico a los de los demás.
Volví
a ver treinta copias del escribiente en un aula de E.S.O. Escribían el resumen
del argumento del libro de lectura obligatoria que, en ejercicio de la “promoción
de la lectura”, los treinta Bartlebys habían leído en sus respectivos treinta
ejemplares de idéntico título en el mismo plazo de tiempo establecido.
Lo
vi en éstos y otros tantos cuadros escolares en los que, según las criaturas
van creciendo, es cada vez más habitual, no sólo ver el espectro de Bartleby,
sino escuchar fantasmagóricas voces que parecen repetir con creciente
frecuencia: Preferiría no hacerlo.
De
la fórmula “I would prefer not to”, ampliamente tratada en su ensayo, dice Gilles
Deleuze: “…no es una
afirmación ni una negación (…) lo desolador de la fórmula consiste en que
elimina tan despiadadamente lo preferible como cualquier no preferencia
particular. Anula el término al que afecta, y que rechaza, pero también el
otro, aquel que aparentemente conserva, y que se torna imposible. De hecho,
convierte a ambos términos en indistintos.”
Afortunadamente,
las estampas escolares referidas no se imprimen en todas las aulas de todos los
centros educativos, pero sí en demasiadas. En todas aquellas en las que, antes
de que a la criatura – a cada una de ellas –, se le proporcione el tiempo, los
espacios y los medios desde los que poder manifestar sus curiosidades, sus
intereses, su predisposición natural a experimentar y expresar y sus deseos de
aprender; se ha decidido de antemano lo que les corresponde hacer a todas ellas
al unísono.
De
modo que cuando el tan mentado fracasado
escolar deja oír su “preferiría no hacerlo”, no sólo está rechazando la
mecánica labor de copista, sino también la alternativa de rescatar otras
posibles preferencias. Todo él se ha convertido en una platónica letra muerta.
¿Será
fruto de este proceso el prototipo de joven al que en los últimos tiempos se ha
dado en denominar, precisamente, “Ni-Ni”?
Deleuze,
a vueltas con la fórmula, añade: “Bartleby
se ha ganado el derecho a sobrevivir, esto es, a permanecer quieto y en pie
ante un muro ciego.”
Y
donde dice “muro ciego”, se me antoja que también podríamos decir “pantalla
ciega” en referencia a esas pantallas de las nuevas tecnologías que con
frecuencia se presentan tan ciegas como la letra muerta.
Por
su parte, José Luis Pardo expone que “Para
que los signos gráficos de la escritura superen esa literalidad mortífera que los
convierte en tumbas del significado, es necesario que la lectura los “anime”
desde una voz interior que conserva la sabiduría del acervo cultural común.”
(…)
El copista ideal es, justamente,
aquel que ve la letra y la escribe (la copia) sin leerla, comprenderla ni
interpretarla, el que pasa desapercibido, aquel cuya presencia - y sobre todo
su personalidad -, no deja huella en lo que copia. Una suerte de máquina de
escribir.”
Los
programas escolares incluyen múltiples lenguajes que, como tales, nos sirven
para entender, entendernos y hacernos entender. Como receptores y como
emisores, a través de ellos nos comunicamos, expresamos y “animamos” esa voz
interior con la cual imprimimos en los lenguajes huellas de personalidad que
los hace no estar muertos. Me refiero al lenguaje verbal, a la palabra oral o
escrita, sí, pero también al lenguaje musical, al motriz, al plástico y visual…
Resulta
descaradamente artificial y pernicioso que la gran mayoría de los trabajos escolares
den como resultado tantas copias muertas como alumnos hay en el aula, copias sin
ánima, sin voz personal interior.
Está
muy lejos de mi intención despreciar determinados ejercicios mecánicos que exigen homogeneidad pues, para aprender a
multiplicar hay que hacer multiplicaciones. Pero desconfío rotundamente de todo
trabajo escolar en el que intervengan lenguajes expresivos y que, no obstante, se
le impida al niño poner su particular voz interior en ellos, descubrir sus propias
voces y las de otros, transgredir la unidireccionalidad, jugar, experimentar,
plantearse dudas o despertar nuevas inquietudes.
Impulsar
todo esto dentro del sistema educativo vigente, requiere otro concepto de uso y
valor del tiempo, como requiere más trabajo, formación y creatividad por parte del profesorado, menos rigidez sistematizada, menos masificación en muchas aulas, mayor
diversidad de recursos y, en definitiva, un enfoque que vele antes por el desarrollo saludable de la infancia que por
los intereses económicos y políticos.
Se
comenta por doquier que las nuevas generaciones han perdido la capacidad de
esfuerzo. Cabría preguntarse: ¿Sólo las nuevas? ¿Por generación espontánea?
Son
muchos los escolares que ya desde edades muy tempranas tienen grabado a fuego
el concepto “trabajo=tedio”, a actividad mecánica, literal y muerta que no
suscita ninguna emoción, ningún interés o descubrimiento de uno mismo.
Cuando
surge el paralizante “Preferiría no hacerlo”, impide también hacer lo que
potencialmente podría ser preferible. La fórmula de Bartleby llega cargada de
vértigos, de inseguridad y desconfianza hacia otras opciones, de miedo a
pronunciarse, a reconocerse y, en definitiva, a ser. Desarma al propio sujeto y
también a todo su entorno.
Sin
embargo, no nos llevemos a engaño, la responsabilidad de estos fracasos puede recaer
en su justa medida sobre los docentes, pero no exclusivamente. Vayamos a una
secuencia de “muñequitas rusas”:
Muchos
docentes han sido formados como Bartlebys que, a su vez, fomentan la formación
de nuevos Bartlebys. Y esto se genera en el seno de un sistema educativo
preñado de suculentos negocios que promocionan la profusión homogénea de
copistas. Lo cual acontece en el seno de una estructura social que se sustenta multicopiando
ciudadanos Bartleby, entre los que se hallan padres, madres y educadores en
general que, en definitiva, somos absolutamente todos, pues ningún
comportamiento social escapa a su contribución educativa.
Instruir,
que no educar, desde fuera, como
advierte Platón, es una suerte de “doma” que anula el respeto a la diversidad,
a la introspección del individuo, a sus sensibilidades y su crecimiento
saludable.
De
poco sirve que los adultos tomemos conciencia de ello, que concluyamos que no
se puede seguir actuando así, que es necesario cambiar esta rutina para, acto
seguido, pronunciar: Pero… "Preferiría no hacerlo”.
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