El
mar y la serpiente, de Paula Bombara, se publicó por primera vez en Argentina
en 2005 y hoy tenemos la fortuna de su reciente publicación en España por Nandibú, el sello infantil y juvenil de la Editorial Milenio.
Literatura
juvenil –se dice-. Personalmente, en lo que a libros se refiere, prefiero no
entrar demasiado en asuntos de “tallaje”. Un buen libro puede interesar a muy
diversos tipos de lectores.
Se
trata de una breve novela de trasfondo autobiográfico construida en apenas tres
capítulos. En ellos se narra la historia de una niña -que va creciendo a lo
largo del relato-, en el contexto de la última dictadura militar argentina.
He
de decir que la lectura de sus primeras líneas me dejó clavada en el asiento
hasta el final.
¿Por
qué? –me pregunté impactada al cerrar el libro-. ¿Qué encierran este centenar
de páginas para provocar semejantes impresiones?
Creo
que hay unos cuantos motivos razonables y, seguramente, algunos bastante más
inconscientes. A saber:
Ese
centenar de páginas con textos espaciados, podrían ser mil páginas. Porque,
como con frecuencia ocurre con la lectura de un haiku, esta novela aporta al
lector tanto lo que dice como lo muchísimo que no dice. Con lo que, lo evocado
depende, en buena medida, de qué lectura se haga y de qué lector la haga.
Se
desarrolla en la dictadura argentina (1976-1983); pero se desarrolla en
cualquier dictadura, en cualquier época o país en el que el secuestro de libertades
implica secretismos y misteriosos silencios. Y es, asimismo, extrapolable –al
margen de regímenes políticos-, al seno de los denominados secretos de familia.
Sin
duda, ese miedo imperante salpicado de mudos espacios en blanco, resulta
especialmente misterioso durante la infancia y adolescencia, etapas por las que
transita la protagonista.
Es de destacar el afinado estilo con el que está escrita y el impacto que con ello provoca al lector.
La
novela se expresa desde las ausencias y desde las presencias; desde la memoria
y desde el olvido; desde lo explícito y lo implícito; desde lo que a los
personajes les pasa “para adentro” y lo que manifiestan “para fuera”; lo que
expresan “de verdad”, lo que expresan “de mentira” y lo que callan.
Y
todo ello se transmite con un depuradísimo lenguaje sin apenas adjetivos, que
resulta tan contenido –y poético-, como el desconcierto y el dolor de los
personajes. El lenguaje, además, va sufriendo una evolución paralela al crecimiento de la protagonista.
“El
papá de Malena no habla y usa un traje verde con sombrerito verde. Malena me
dijo que nunca hay que hacerlo enojar. Porque
grita, me dijo.
Mi
papá nunca gritaba. Lástima que se perdió.
Mamá
me vino a buscar.
El
papá de Malena abrió la puerta y llamó a Malena.
Malena
fue corriendo y vino corriendo y me dijo que estaba mi mamá.
Mamá
estaba seria, pero me di cuenta yo sola porque ella sabe reírse de mentira sin
que se den cuenta lo seria que está. Cuando me vio me dijo, hola amor, ¿vamos?
Cuando
cerramos el ascensor mamá respiró fuerte y me agarró la mano. Temblaba. Le dije
que temblaba, pero no me dijo nada.”
¿Se
puede contar más en tan pocas líneas?
¿A qué esos temblores de la mamá por el simple hecho de que le abra la puerta un señor vestido de verde que acostumbra gritar?
No
es difícil que, los que de niños y adolescentes hemos respirado el ambiente de
una dictadura, nos hayamos preguntado alguna vez qué extraños convenios tácitos
flotaban en el aire. ¿Cómo –sin que mediase ningún tipo de advertencia
explícita-, sabíamos desde la infancia qué cosas y dónde se podían decir y
cuáles no?
Nunca
he olvidado el impactante silencio que aplastaba la entrada al instituto, por la
tarde, tras el anuncio en el Telediario del asesinato de Carrero Blanco, potencial
continuador de la dictadura franquista.
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