28/12/16

EL MAR Y LA SERPIENTE


El mar y la serpiente, de Paula Bombara, se publicó por primera vez en Argentina en 2005 y hoy tenemos la fortuna de su reciente publicación en España por Nandibú, el sello infantil y juvenil de la Editorial Milenio.
Literatura juvenil –se dice-. Personalmente, en lo que a libros se refiere, prefiero no entrar demasiado en asuntos de “tallaje”. Un buen libro puede interesar a muy diversos tipos de lectores.

Se trata de una breve novela de trasfondo autobiográfico construida en apenas tres capítulos. En ellos se narra la historia de una niña -que va creciendo a lo largo del relato-, en el contexto de la última dictadura militar argentina.

He de decir que la lectura de sus primeras líneas me dejó clavada en el asiento hasta el final.
¿Por qué? –me pregunté impactada al cerrar el libro-. ¿Qué encierran este centenar de páginas para provocar semejantes impresiones?
Creo que hay unos cuantos motivos razonables y, seguramente, algunos bastante más inconscientes. A saber:

Ese centenar de páginas con textos espaciados, podrían ser mil páginas. Porque, como con frecuencia ocurre con la lectura de un haiku, esta novela aporta al lector tanto lo que dice como lo muchísimo que no dice. Con lo que, lo evocado depende, en buena medida, de qué lectura se haga y de qué lector la haga.

Se desarrolla en la dictadura argentina (1976-1983); pero se desarrolla en cualquier dictadura, en cualquier época o país en el que el secuestro de libertades implica secretismos y misteriosos silencios. Y es, asimismo, extrapolable –al margen de regímenes políticos-, al seno de los denominados secretos de familia.
Sin duda, ese miedo imperante salpicado de mudos espacios en blanco, resulta especialmente misterioso durante la infancia y adolescencia, etapas por las que transita la protagonista.

Es de destacar el afinado estilo con el que está escrita y el impacto que con ello provoca al lector. 
La novela se expresa desde las ausencias y desde las presencias; desde la memoria y desde el olvido; desde lo explícito y lo implícito; desde lo que a los personajes les pasa “para adentro” y lo que manifiestan “para fuera”; lo que expresan “de verdad”, lo que expresan “de mentira” y lo que callan.
Y todo ello se transmite con un depuradísimo lenguaje sin apenas adjetivos, que resulta tan contenido –y poético-, como el desconcierto y el dolor de los personajes. El lenguaje, además, va sufriendo una evolución paralela al crecimiento de la protagonista.

“El papá de Malena no habla y usa un traje verde con sombrerito verde. Malena me dijo que nunca hay que hacerlo enojar. Porque grita, me dijo.

Mi papá nunca gritaba. Lástima que se perdió.

Mamá me vino a buscar.
El papá de Malena abrió la puerta y llamó a Malena.
Malena fue corriendo y vino corriendo y me dijo que estaba mi mamá.
Mamá estaba seria, pero me di cuenta yo sola porque ella sabe reírse de mentira sin que se den cuenta lo seria que está. Cuando me vio me dijo, hola amor, ¿vamos?
Cuando cerramos el ascensor mamá respiró fuerte y me agarró la mano. Temblaba. Le dije que temblaba, pero no me dijo nada.”

¿Se puede contar más en tan pocas líneas?

¿A qué esos temblores de la mamá por el simple hecho de que le abra la puerta un señor vestido de verde que acostumbra gritar? 


No es difícil que, los que de niños y adolescentes hemos respirado el ambiente de una dictadura, nos hayamos preguntado alguna vez qué extraños convenios tácitos flotaban en el aire. ¿Cómo –sin que mediase ningún tipo de advertencia explícita-, sabíamos desde la infancia qué cosas y dónde se podían decir y cuáles no?
Nunca he olvidado el impactante silencio que aplastaba la entrada al instituto, por la tarde, tras el anuncio en el Telediario del asesinato de Carrero Blanco, potencial continuador de la dictadura franquista. 

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