¡Oh celestiales! ¡Oh divinas! ¡Oh criaturas, compañeras de aquella edad! Estabais dondequiera, salíais de todos los rincones, nos aliviabais en todas las dolencias. Cuando los días se hacían largos, cuando había que quedarse quietecitos - Dios sabría por qué con aquellas hormigas que se nos paseaban por las piernas -, cuando dentro había un bulto negro avanzando, cuando la escuela era aburridísima, o predicaba aquel padre que todo era ísimo, ísimo, ísimo, de pronto algo que, ¿cómo se llamaría aquello que nos sacaba de la dolencia de las gentes pesadas, de las horas pesadas, de los sermones pesados? ¿Cómo se llamaría? Intuíamos que sin nombre no tendría existencia.
- Te quedas ahí pensando en las musarañas.
¡Ya estaba quí! Claro. Eran ellas. Las musarañas, insectos, animalillos, ángeles. Algo tenía que ser. Si no, no cabía que, sin presencia de alguien, se cambiara tan hondamente el contorno.
Así, cuando estábamos solos sin estarlo, cuando nos divertíamos sin reír, cuando soñábamos sin sueño, las musarañas estaban presentes, angélicas, efectivas, consoladoras.
Lo malo es que, a veces, descansábamos en su esperanza y no venían. Nos quedábamos sin consuelo, sin musarañas. Estábamos verdaderamente solos. Y era horrible.
(Las musarañas. J. Antonio Muñoz Rojas. Pre-Textos)
Quietecito
- Tú quédate ahí quietecito.
La silla era baja, la habitación grande. Quietecito. El tiempo pasaba. Estarse quietecito era asomarse dentro. Dentro era vasto, tenebroso. Alegre otras veces. Estaba vacío. E íbamos nosotros por dentro. Era la única manera de estarse quietecito.
Aquella vastedad frente a la diminuta figura que avanzaba era estremecedora. Quietecito. Había muchas cosas en que pensar. Estaban los pájaros, estaban los insectos, estaban las palabras susurradas.
- Cuando seas mayor te darás cuenta.
Ser mayor. Siendo mayor era fácil todo. Se podía tener todo, hacerlo todo. Dar un salto, salir a toda hora, hablar alto, pisar fuerte, encerrarse a hablar, echarse novia. Usar chaleco, tener reloj.
- Son las dos. O las tres.
Los mayores tenían todo resuelto. Alcanzaban las cosas sin tener que encaramarse a una silla. Salían cuando querían. Nadie les decía:
- Tú estáte ahí quietecito.
Quietecito. Por dentro nada quedaba quieto. Al contrario. Mientras más quieto por fuera más alborotado, a veces, por dentro. Era como un vapor, como una prisa, como una lástima de estarse perdiendo algo, qué sé yo qué, que acababa por destaparse y hacernos salir corriendo y dejar la pobre silla abandonada.
(Las musarañas. J. Antonio Muñoz Rojas. Pre-Textos)
No hay comentarios:
Publicar un comentario